A ti, el causante de mi falta de fe

Ya no tengo Dios y tú tienes la culpa. Eres el causante de mi falta de fe.

Aquella noche lloré desconsolada, desesperada.

Desde mi agonía y sentimiento de culpa, mi debilidad se expuso ante su presencia indolente. Y tú entre sus dedos, como puñal a punto de penetrar implacable en el corazón de un inocente. En la mesa un encendedor, la estocada final.

Mis gritos de súplica ahogados en llanto se oían desde el principio hasta los confines de la tierra. Quien me oyera hubiese pensado que se encontraba ante la reacción temeraria del mundo ardiendo en las llamas del infierno.

Infierno. Hubiese preferido estar allí aquella noche.

¿Esto es lo que quieres? -me preguntaba mientras te acercaba a sus labios y cogía el encendedor. Sus ojos de fiera reflejaban a un ser inhumano, de otro mundo.

No podía ser ella, tenía que estar poseída. Nadie puede ser tan cruel en esta vida.

Debió estar bajo los influjos de… tú, por supuesto.

¿Cómo un objeto sin vida fue capaz de dominar su existencia? Pero qué pregunta. De la misma manera que hoy continúa dominándola.

Esa noche mi vida cambiaría. Un sentimiento maligno, cual tu existencia, se apoderaría de mí.

Solo una mente macabra puede aprovechar la vulnerabilidad de quien la ama para culparla por sus acciones. Pero el débil, en su sumisión, es capaz de aceptarlo todo.

Aquella noche, luego de la indescriptible escena, fríamente calculada y en la que caí por crédula e ingenua, ya en mi cama y con fiebre de tanto llorar por tu causa, tuve lo que sería la última conversación sincera con quien, hasta ese momento, creía mi DIOS.

El Padre nuestro no se rezó esa noche.

El cielo estaba oscuro, tal vez las estrellas se ocultaron presintiendo el inicio de una batalla que hasta hoy no ha sido librada.

Tanto le había suplicado a Dios para que ella se alejara de ti, tantos días y noches, tantas oraciones, tantas lágrimas y promesas, tantos reclamos, tantos perdones, tantos Padres nuestros y Angelitos de la guarda, tanta insistencia, tantos miedos, tantas conversas y confesiones… tanta ingenuidad. Tanto sentirlo mi Dios para que aquella noche se desmontara ante mis ojos la farsa que había creído un MILAGRO.

Esa noche el Padre nuestro no se rezó. Dios, o quien creía mi Dios, me falló.

Transcurrieron muchas lunas, y al posar sobre mi almohada mi boca seguía muda.

Tú me has hecho tanto daño y ni siquiera te he probado. ¿Es eso? ¿Te ensañas porque no logras capturarme en tus garras?

Pues me tendré que acostumbrar. Oh, pero ¡qué desgracia!

Tu presencia en mi vida es repudiable. Tan solo tu aroma me asquea. Mi sistema no te tolera y me tengo que alejar, pero estás en todos lados. Invades lo que más amo. Me atosigas, me asfixias.

Muchos depende de ti por creer que les facilitas la vida, pero a mí me la has arruinado y ni siquiera te he tocado.

Tú eres la razón por la que cada día más de diez mil familias lloran a alguien. ¡Asesino!

Eres un cáncer. Tu toxicidad mata mi esperanza de una existencia pura para mí, para ella, para el mundo.

No te quiero. Te odio. Te aborrezco. Intento alejarte de mi vida y las secuelas de tu presencia continúan atormentándola.

Para colmo de males no te puedo reclamar. Tú solo estás aquí. Son ellos quienes, inconscientes y blandos de voluntad, hacen uso de ti. ¿He de culparte por existir? No. Pero es más fácil culparte a ti que culparlos a ellos. Es más humano odiarte a ti que a odiarlos a ellos.

Respecto a Dios… causaste una herida profunda.

¿Que si aún tengo esperanzas? …

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